Izara Batres, ganadora del Premio Mundial de Poesía Fernando Rielo 2016, con el poemario «Tríptico». MUESTRA DE POEMAS de su libro anterior, «El fuego hacia la luz», con prefacio de Luis Eduardo Aute y Emilio Ruiz Barrachina

Prefacio al libro, por Luis Eduardo Aute:

Arden estos poemas de Izara Batres y,  efectivamente, son «fuego hacia la luz», fuego que, en su viaje hacia la luz,  alimenta la voluntad de renacer de las propias  cenizas.

Original y complejo este poemario. Su título El fuego hacia la  luz es traducción al castellano de su nombre propio en euskera: Izarasua. La  metáfora se refiere a la esencia del hombre o del poeta: la llama que sueña ser  inmortal. Sin embargo, esta selección de poemas no es exactamente un  autorretrato, o no lo es siempre. Hay tramos que deben identificarse con su  itinerario biográfico, tanto emocional como reflexivo, y otros más alejados de  su vida en los que profundiza a través de la  imaginación. […]

Luis Eduardo Aute

Prólogo de Ruiz Barrachina:

«Amad hasta la muerte», es el último  verso del libro y perdonad que comience desvelándolo, pero es el broche que  cierra este collar de versos, circular, engastado con luces de Nueva York y  desgarros íntimos. Una poesía directa, sobria y profunda, teje los versos de  este poemario que destila color, otoño, melancolía, amor y esperanza entre sus  páginas. Izara Batres, con versos libres, afrontando una poesía sin tapujos, «nos sumerge en su idea del hombre elevándose hacia la esfera atemporal», según  sus propias palabras, «que mira más allá de las cosas y desea salir del  condicionamiento del tiempo y del espacio (y por supuesto de los  condicionamientos sociales) para ser realmente libre e inmortal» en su deseo de  vivir en la tranquilidad y la esperanza de quien sabe irrecuperable un esfuerzo  entregado al tiempo que no tiene retorno. […]

 

ALGUNOS POEMAS DEL LIBRO

I
El poeta y el tiempo

Una esfinge,
sobre el milagro nocturno
de la tierra azul,
baja sus párpados de infinito y arena.
Se suceden los instantes, las liras.
Despacio, el tiempo cierra el libro
de la luz y la belleza.
Algún deseo lejano, de medianoche,
volando hacia la inmensidad del fuego,
se derrama en versos.
El poeta y el tiempo,
como en una persecución errática,
mueren de suicidio,
por exceso de amor a la vida.

II.

Manhattan Blues

Dame la mano.

Ven conmigo para que te explique la fina trama de la ironía.

¿No es verdad que, a punto de la noche,

cuando el cielo se convierte en un océano de luces

bajo la ciudad de Nueva York,

tú enciendes un cigarro y respiras,

y dejas que las cosas bailen al compás de algún viejo blues?

¿Es cierto que, todavía, en Central Park

se desintegran los cometas,

y, más tarde, caminando por la Quinta Avenida,

los árboles son de otoño?

Tú nunca me contaste el secreto invisible

para hacer de esta distancia lo que hicimos;

para que, una vez, desde la ventana de uno de esos rascacielos

le dieras la vuelta a mi vida.

Es gracioso que recuerdes los paseos por Greenwich Village

entrelazados con la sutil fábula de niñez.

Y el puente de Brooklyn,

como un gigantesco caballo épico,

dorado y llameante,

cabalgando sobre las aguas de fuego, al atardecer.

La noche es una descomunal alfombra de versos

que has desnudado y tendido a nuestros pies

infinitas veces,

con un solo gesto de tus dedos.

Un solo brillo infinito con el que admirabas

los objetos de las tiendas antiguas,

y esa febril emoción

de las hermosas tardes de primavera frente al lago,

suspendidas en el tiempo.

Pero aquella pastelería,

en la que fuimos unos deliciosos chalados

en busca del aroma blando y caliente, al amanecer,

se ha confundido, absurdamente,

con el hormigón,

silenciada, como una estructura sin ojos.

Y nosotros…

¿nos hemos perdido?

Cuéntame esa pequeña inconsistencia

que te convierte en lo que me ayuda a respirar.

Me pareces de brisa cuando te imagino

con una copa elegante en la mano,

música jazz en tu apartamento de Frank Lloyd Wright,

el cuerpo esbelto, la gabardina,

y una mirada de miel, infinita, a través del cristal,

derramando melancolía

sobre las calles y los ritmos de Nueva York.

Memorias agridulces de los días felices,

del frenético esplendor en las avenidas,

y la sucesión de lunas y esfinges

que habitan las noches de la gran ciudad.

¿Crecerán, esta vez, las flores de primavera en Little Italy?

¿Regresarás a ese laberinto de imágenes

que es Broadway con la 42?

Escríbeme un verso y yo te regalo

la mejor de mis sinfonías.

Tal vez así lleguemos al acuerdo perfecto;

ése que no divide nuestros tiempos y nuestras vidas.

Y quizá yo esté ahí;

quizá yo llegue a mirarte desde la risa cálida,

bajo las ramas floridas o desnudas de los árboles,

en una de las cuatro esquinas.

Quizá esté enfrente, esperando,

con un ramo de flores, y el cuello de mi abrigo largo

desplegado, al modo de un dandi,

mientras los coches pasan,

y las mujeres bajan las escaleras con sus tacones.

Y entonces, tal vez, te recordaré con esa sonrisa tímida,

pero súbitamente turbadora,

el viento de Manhattan revolviéndote el cabello,

y, al fondo, el Hudson, y la antigua melodía del puerto.

Tus manos sobre el abrigo, mientras corres,

sólo una imagen fugaz,

juego de luces, los cables del puente,

algún turista en pinceladas,

yo diría estupideces;

y tus ojos sonreirían, con esa particular forma de contención

que abarca el mundo.

Ignoro si aquel aroma de hibisco sigue perfumando

el trozo de parque que nos prometimos,

mientras sonaba la vieja canción de jazz.

Pero déjame decirte que, una vez, tuvimos…

Quizá, una vez tuvimos

ese irónico, leve destello

que anuncia la eternidad.

 

 

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