Muestra de poemas de Izara Batres

Poemarios El fuego hacia la luz, Avenidas del tiempo, Tríptico, Sin Red y Fin del mundo del fin.

Desde el tren vi una luz

Que se erigía sobre la tierra cobriza,

igual que el jinete púrpura naciendo

del último fuego.

Se acercaba, galopando

sobre la almendra de la llanura,

donde las piedras desimantadas tejían su dolor

y su fortaleza.

Y en el crepúsculo sólido, vigilante,

quería dejar un momentáneo beso.

Apenas una caricia del aliento

que la implacable invisibilidad

del sentido

olvidó en la raíz de la tierra.


«Contemplación», de Soledad C.Guilén

«Viaje»

Hace tiempo, antes del ruido,

venías en silencio.

No queríamos nada,

pero un poco más atrás,

hacia las oscuras sonrisas dilatadas de los que miran y escuchan,

buscábamos cuartos somo el sol para pasar en trenes.

De un lugar a otro, la tristeza era apenas una pasajera inhóspita,

acogida entre lirios de espuma en los días grises.

Saltábamos en los oasis azules, en destellos elegidos,

y el oro dulcísimo del trayecto era una flor.

Tu risa rápida y fluvial como un monzón de luna,

enlazaba mis relatos

Y mi amor y tu amor eran el mismo hilo de tiempo.

Ahora las viejas fotos vienen enfebrecidas,

vienen a secarme la piel, a dejar la noche desnuda,

a desgarrar con su grito la luz palidísima que aún me queda.

Y yo no estoy

Yo quiero

Inventar el viaje.


«Sagitario», de Mayte Spínola

«Ábaco»

Pero los niños también son ya de barro,

el gran cuervo teje la red de larvas,

y los niños corren con dos gusanos negros en los

ojos,

los niños corren sin piernas,

con un muerto anunciado en la sonrisa.


«Desde aquí»

Y tú

fuiste la última cifra del carnaval.

Y yo

fui la que esperaba con el bucle y las hojas,

siempre en el filo más descarnado del otoño


«Mamá»

Desbordada de mí, madre,

rota por mi herida;

con una cruz en el rostro,

que te siega las mejillas y la luna,

los ojos de noches sin luz y sin sueño,

la vida en las manos,

pidiéndote oración

por tu niña que se marchita;

avanzas extenuada,

batallando, con tu voz rota,

contra el adiós fulminante,

trayéndome de nuevo a este mundo

en un parto sin fin,

donde siempre nazco bella y firme

para después romperme en cristales;

me traes, me llamas, me recuerdas el tiempo,

reclamas mi luz.

Me abrazas, me abrazas,

abrazas a la hija que fui,

a la niña que un día perdió

su mirada de estrellas.

Quiero que dejes de consumirte, madre,

quiero quitarte las ojeras

y el peso,

y que tu piel vuelva a ser tu piel,

y que resplandezcan tus ojos

hundidos de lágrimas.

Quiero verte, madre,

verte sin mi dolor en tus pupilas,

verte sin la alerta del miedo y de la herida;

quiero sangrar yo sola,

quiero abrazar el cuerpo que me has entregado

hasta la última gota,

las palabras con las que serenas mi alma

cada noche, para que pueda dormir,

para que pueda respirar.

Quiero abrazarte, madre,

pero está el nido de agujas,

está el ovillo nebuloso

que me recuerda que ya no soy la misma,

que ya no estoy,

y debo volver a hacer la catarsis,

debo volver a nacer,

desde el amor,

para mirarte y recordarte como eras antes,

cuando el dolor no existía,

y gritarte ¡no llores, madre!,

desde lo que queda de mí,

no llores más.

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Si tú me ayudas,

si me das tiempo,

si me dejas andar,

puedo instalar una hora nueva

en la raíz de un relato,

y la trama será la semilla

de una magnífica palmera

que se alzará sobre los cimientos,

callando el ruido.

Un giro amarillo del tren

enmendará el pasaje.

Cuando tengamos aliento,

cuando seamos, de nuevo, consciencia y luz,

espíritu y ave,

veremos el mundo convertido en una espléndida clave de amor

que prenderá los días.

Cruzada de una música lúcida

contra la nada.

«París», de José María Abad

 «La lluvia y la ceniza»

Llueven los pedazos del sol

en monedas negras de abismo.

Llueves como un vendaval de ceniza en flor,

como un viaducto de nardos sin tierra.

Atardeces en jirones de sangre,

cuando aún los sueños no han sido descifrados,

cuando quedan las manos para bailar, pero queremos ver,

con los ojos rojos,

a través del humo.

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Juega con tu tristeza, chiquillo.

Ovíllate en un claroscuro, fuera del mundo.

Coge el calor y la rabia,

la furia de tus cenizas,

y abre la herida.

Pinta con sangre en las paredes de los que no te verán,

para quitarte del rostro esa luna ahogada y vieja.

Haz pedazos los relojes, los olores, los recuerdos.

No volverán para arreglar lo que hicieron.

Pero tú no te marcharás jamás.


«Grito», de Luis Rodríguez

 «Don Quijote»

El mundo te hizo parecer un loco estupendo, Quijote.

Tú ya lo sabes.

En esa cabeza otoñal de molinos gastados,

y libros antiguos;

de sueños y ausencias,

tus ojos veían más allá del tiempo.

Allí donde los relojes se deshacen

hasta tocar el infinito del absurdo.

Allí donde mueren, entumecidas,

las raíces de una historia degenerada,

buscaste el sentido.

Buscaste un sentido.

Querías encontrar la belleza y plasmarla,

fijarla en un molde, y mantenerla.

Qué incorrección, pensabas,

creer que no era posible.

Y lo intuías,

el tiempo dibujaría al loco estupendo.

En tu mirada infinita creías saberlo,

como una voz mínima susurrando,

desde la verdad del ser:

“Es el mundo el que va al revés, Don Alonso Quijano.

No es usted”.



 «El poeta y el tiempo»

Una esfinge,

sobre el milagro nocturno

de la tierra azul,

baja sus párpados de infinito y arena.

Se suceden los instantes, las liras.

Despacio, el tiempo cierra el libro

de la luz y la belleza.

Algún deseo lejano, de medianoche,

volando hacia la inmensidad del fuego,

se derrama en versos.

El poeta y el tiempo,

como en una persecución errática,

mueren de suicidio,

por exceso de amor a la vida.